Mensaje del Papa Francisco para la jornada mundial de la paz 2023
1 de enero de 2023
Nadie puede salvarse solo.
Recomenzar desde el COVID-19 para trazar juntos caminos de paz
1. «¡Qué hermosos son sobre las montañas los pasos del mensajero que proclama la paz!» (Is 52,7).
«Hermanos, en cuanto al tiempo y al momento, no es necesario que
les escriba. Ustedes saben perfectamente que el Día del Señor vendrá
como un ladrón en plena noche» (Primera carta de san Pablo a los
Tesalonicenses 5,1-2).
1. Con estas palabras, el apóstol Pablo invitaba a la comunidad de
Tesalónica, que esperaba el encuentro con el Señor, a permanecer firme,
con los pies y el corazón bien plantados en la tierra, capaz de una
mirada atenta a la realidad y a las vicisitudes de la historia. Por
eso, aunque los acontecimientos de nuestra existencia parezcan tan
trágicos y nos sintamos empujados al túnel oscuro y difícil de la
injusticia y el sufrimiento, estamos llamados a mantener el corazón
abierto a la esperanza, confiando en Dios que se hace presente, nos
acompaña con ternura, nos sostiene en la fatiga y, sobre todo, guía
nuestro camino. Con este ánimo san Pablo exhorta constantemente a la
comunidad a estar vigilante, buscando el bien, la justicia y la verdad:
«No nos durmamos, entonces, como hacen los otros: permanezcamos
despiertos y seamos sobrios» (5,6). Es una invitación a mantenerse
alerta, a no encerrarnos en el miedo, el dolor o la resignación, a no
ceder a la distracción, a no desanimarnos, sino a ser como centinelas
capaces de velar y distinguir las primeras luces del alba,
especialmente en las horas más oscuras.
2. El COVID-19 nos sumió en medio de la noche, desestabilizando
nuestra vida ordinaria, trastornando nuestros planes y costumbres,
perturbando la aparente tranquilidad incluso de las sociedades más
privilegiadas, generando desorientación y sufrimiento, y causando la
muerte de tantos hermanos y hermanas nuestros.
Empujado dentro de una vorágine de desafíos inesperados y en una
situación que no estaba del todo clara ni siquiera desde el punto de
vista científico, el mundo sanitario se movilizó para aliviar el dolor
de tantos y tratar de ponerle remedio; del mismo modo, las autoridades
políticas tuvieron que tomar medidas drásticas en materia de
organización y gestión de la emergencia.
Junto con las manifestaciones físicas, el COVID-19 provocó —también con
efectos a largo plazo— un malestar generalizado que caló en los
corazones de muchas personas y familias, con secuelas a tener en
cuenta, alimentadas por largos períodos de aislamiento y diversas
restricciones de la libertad.
Además, no podemos olvidar cómo la pandemia tocó la fibra sensible del
tejido social y económico, sacando a relucir contradicciones y
desigualdades. Amenazó la seguridad laboral de muchos y agravó la
soledad cada vez más extendida en nuestras sociedades, sobre todo la de
los más débiles y la de los pobres. Pensemos, por ejemplo, en los
millones de trabajadores informales de muchas partes del mundo, a los
que se dejó sin empleo y sin ningún apoyo durante todo el confinamiento.
Rara vez los individuos y la sociedad avanzan en situaciones que
generan tal sentimiento de derrota y amargura; pues esto debilita los
esfuerzos dedicados a la paz y provoca conflictos sociales, frustración
y violencia de todo tipo. En este sentido, la pandemia parece haber
sacudido incluso las zonas más pacíficas de nuestro mundo, haciendo
aflorar innumerables carencias.
3. Transcurridos tres años, ha llegado el momento de tomarnos un tiempo
para cuestionarnos, aprender, crecer y dejarnos transformar —de forma
personal y comunitaria—; un tiempo privilegiado para prepararnos al
“día del Señor”. Ya he dicho varias veces que de los momentos de crisis
nunca se sale igual: de ellos salimos mejores o peores. Hoy estamos
llamados a preguntarnos: ¿qué hemos aprendido de esta situación
pandémica? ¿Qué nuevos caminos debemos emprender para liberarnos de las
cadenas de nuestros viejos hábitos, para estar mejor preparados, para
atrevernos con lo nuevo? ¿Qué señales de vida y esperanza podemos
aprovechar para seguir adelante e intentar hacer de nuestro mundo un
lugar mejor?
Seguramente, después de haber palpado la fragilidad que caracteriza la
realidad humana y nuestra existencia personal, podemos decir que la
mayor lección que nos deja en herencia el COVID-19 es la conciencia de
que todos nos necesitamos; de que nuestro mayor tesoro, aunque también
el más frágil, es la fraternidad humana, fundada en nuestra filiación
divina común, y de que nadie puede salvarse solo. Por tanto, es urgente
que busquemos y promovamos juntos los valores universales que trazan el
camino de esta fraternidad humana. También hemos aprendido que la fe
depositada en el progreso, la tecnología y los efectos de la
globalización no sólo ha sido excesiva, sino que se ha convertido en
una intoxicación individualista e idolátrica, comprometiendo la deseada
garantía de justicia, armonía y paz. En nuestro acelerado mundo, muy a
menudo los problemas generalizados de desequilibrio, injusticia,
pobreza y marginación alimentan el malestar y los conflictos, y generan
violencia e incluso guerras.
Si, por un lado, la pandemia sacó a relucir todo esto, por otro, hemos
logrado hacer descubrimientos positivos: un beneficioso retorno a la
humildad; una reducción de ciertas pretensiones consumistas; un
renovado sentido de la solidaridad que nos anima a salir de nuestro
egoísmo para abrirnos al sufrimiento de los demás y a sus necesidades;
así como un compromiso, en algunos casos verdaderamente heroico, de
tantas personas que no escatimaron esfuerzos para que todos pudieran
superar mejor el drama de la emergencia.
De esta experiencia ha surgido una conciencia más fuerte que invita a
todos, pueblos y naciones, a volver a poner la palabra “juntos” en el
centro. En efecto, es juntos, en la fraternidad y la solidaridad,
que podemos construir la paz, garantizar la justicia y superar los
acontecimientos más dolorosos. De hecho, las respuestas más eficaces a
la pandemia han sido aquellas en las que grupos sociales, instituciones
públicas y privadas y organizaciones internacionales se unieron para
hacer frente al desafío, dejando de lado intereses particulares. Sólo
la paz que nace del amor fraterno y desinteresado puede ayudarnos a
superar las crisis personales, sociales y mundiales.
4. Al mismo tiempo, en el momento en que nos atrevimos a esperar que lo
peor de la noche de la pandemia del COVID-19 había pasado, un nuevo y
terrible desastre se abatió sobre la humanidad. Fuimos testigos del
inicio de otro azote: una nueva guerra, en parte comparable a la del
COVID-19, pero impulsada por decisiones humanas reprobables. La guerra
en Ucrania se cobra víctimas inocentes y propaga la inseguridad, no
sólo entre los directamente afectados, sino de forma generalizada e
indiscriminada en todo el mundo; también afecta a quienes, incluso a
miles de kilómetros de distancia, sufren sus efectos colaterales —basta
pensar en la escasez de trigo y los precios del combustible—.
Ciertamente, esta no es la era post-COVID que esperábamos o preveíamos.
De hecho, esta guerra, junto con los demás conflictos en todo el
planeta, representa una derrota para la humanidad en su conjunto y no
sólo para las partes directamente implicadas. Aunque se ha encontrado
una vacuna contra el COVID-19, aún no se han hallado soluciones
eficaces para poner fin a la guerra. En efecto, el virus de la guerra
es más difícil de vencer que los que afectan al organismo, porque no
procede del exterior, sino del interior del corazón humano, corrompido
por el pecado (cf. Evangelio según san Marcos 7,17-23).
5. ¿Qué se nos pide, entonces, que hagamos? En primer lugar, dejarnos
cambiar el corazón por la emergencia que hemos vivido, es decir,
permitir que Dios transforme nuestros criterios habituales de
interpretación del mundo y de la realidad a través de este momento
histórico. Ya no podemos pensar sólo en preservar el espacio de
nuestros intereses personales o nacionales, sino que debemos
concebirnos a la luz del bien común, con un sentido comunitario, es
decir, como un “nosotros” abierto a la fraternidad universal. No
podemos buscar sólo protegernos a nosotros mismos; es hora de que todos
nos comprometamos con la sanación de nuestra sociedad y nuestro
planeta, creando las bases para un mundo más justo y pacífico, que se
involucre con seriedad en la búsqueda de un bien que sea verdaderamente
común.
Para lograr esto y vivir mejor después de la emergencia del COVID-19,
no podemos ignorar un hecho fundamental: las diversas crisis morales,
sociales, políticas y económicas que padecemos están todas
interconectadas, y lo que consideramos como problemas autónomos son en
realidad uno la causa o consecuencia de los otros. Así pues, estamos
llamados a afrontar los retos de nuestro mundo con responsabilidad y
compasión. Debemos retomar la cuestión de garantizar la sanidad pública
para todos; promover acciones de paz para poner fin a los conflictos y
guerras que siguen generando víctimas y pobreza; cuidar de forma
conjunta nuestra casa común y aplicar medidas claras y eficaces para
hacer frente al cambio climático; luchar contra el virus de la
desigualdad y garantizar la alimentación y un trabajo digno para todos,
apoyando a quienes ni siquiera tienen un salario mínimo y atraviesan
grandes dificultades. El escándalo de los pueblos hambrientos nos
duele. Hemos de desarrollar, con políticas adecuadas, la acogida y la
integración, especialmente de los migrantes y de los que viven como
descartados en nuestras sociedades. Sólo invirtiendo en estas
situaciones, con un deseo altruista inspirado por el amor infinito y
misericordioso de Dios, podremos construir un mundo nuevo y ayudar a
edificar el Reino de Dios, que es un Reino de amor, de justicia y de
paz.
Al compartir estas reflexiones, espero que en el nuevo año podamos
caminar juntos, aprovechando lo que la historia puede enseñarnos.
Expreso mis mejores votos a los jefes de Estado y de gobierno, a los
directores de las organizaciones internacionales y a los líderes de las
diferentes religiones. A todos los hombres y mujeres de buena voluntad,
les deseo un feliz año, en el que puedan construir, día a día, como
artesanos, la paz. Que María Inmaculada, Madre de Jesús y Reina de la
Paz, interceda por nosotros y por el mundo entero.
Vaticano, 8 de diciembre de 2022
FRANCISCO