Ascesis cuaresmal, un camino sinodal
Queridos hermanos y hermanas:
Los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas concuerdan al relatar el
episodio de la Transfiguración de Jesús. En este acontecimiento vemos
la respuesta que el Señor dio a sus discípulos cuando estos
manifestaron incomprensión hacia Él. De hecho, poco tiempo antes se
había producido un auténtico enfrentamiento entre el Maestro y Simón
Pedro, quien, tras profesar su fe en Jesús como el Cristo, el Hijo de
Dios, rechazó su anuncio de la pasión y de la cruz. Jesús lo reprendió
enérgicamente: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un
obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los
hombres» (Mt 16,23). Y «seis días después, Jesús tomó a Pedro, a
Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado»
(Mt 17,1).
El evangelio de la Transfiguración se proclama cada año en el segundo
domingo de Cuaresma. En efecto, en este tiempo litúrgico el Señor nos
toma consigo y nos lleva a un lugar apartado. Aun cuando nuestros
compromisos diarios nos obliguen a permanecer allí donde nos
encontramos habitualmente, viviendo una cotidianidad a menudo
repetitiva y a veces aburrida, en Cuaresma se nos invita a “subir a un
monte elevado” junto con Jesús, para vivir con el Pueblo santo de Dios
una experiencia particular de ascesis.
La ascesis cuaresmal es un compromiso, animado siempre por la gracia,
para superar nuestras faltas de fe y nuestras resistencias a seguir a
Jesús en el camino de la cruz. Era precisamente lo que necesitaban
Pedro y los demás discípulos. Para profundizar nuestro conocimiento del
Maestro, para comprender y acoger plenamente el misterio de la
salvación divina, realizada en el don total de sí por amor, debemos
dejarnos conducir por Él a un lugar desierto y elevado, distanciándonos
de las mediocridades y de las vanidades. Es necesario ponerse en
camino, un camino cuesta arriba, que requiere esfuerzo, sacrificio y
concentración, como una excursión por la montaña. Estos requisitos
también son importantes para el camino sinodal que, como Iglesia, nos
hemos comprometido a realizar. Nos hará bien reflexionar sobre esta
relación que existe entre la ascesis cuaresmal y la experiencia
sinodal.
En el “retiro” en el monte Tabor, Jesús llevó consigo a tres
discípulos, elegidos para ser testigos de un acontecimiento único.
Quiso que esa experiencia de gracia no fuera solitaria, sino
compartida, como lo es, al fin y al cabo, toda nuestra vida de fe. A
Jesús hemos de seguirlo juntos. Y juntos, como Iglesia peregrina en el
tiempo, vivimos el año litúrgico y, en él, la Cuaresma, caminando con
los que el Señor ha puesto a nuestro lado como compañeros de viaje.
Análogamente al ascenso de Jesús y sus discípulos al monte Tabor,
podemos afirmar que nuestro camino cuaresmal es “sinodal”, porque lo
hacemos juntos por la misma senda, discípulos del único Maestro.
Sabemos, de hecho, que Él mismo es el Camino y, por eso, tanto en el
itinerario litúrgico como en el del Sínodo, la Iglesia no hace sino
entrar cada vez más plena y profundamente en el misterio de Cristo
Salvador.
Y llegamos al momento culminante. Dice el Evangelio que Jesús «se
transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y
sus vestiduras se volvieron blancas como la luz» (Mt 17,2). Aquí está
la “cumbre”, la meta del camino. Al final de la subida, mientras
estaban en lo alto del monte con Jesús, a los tres discípulos se les
concedió la gracia de verle en su gloria, resplandeciente de luz
sobrenatural. Una luz que no procedía del exterior, sino que se
irradiaba de Él mismo. La belleza divina de esta visión fue
incomparablemente mayor que cualquier esfuerzo que los discípulos
hubieran podido hacer para subir al Tabor. Como en cualquier excursión
exigente de montaña, a medida que se asciende es necesario mantener la
mirada fija en el sendero; pero el maravilloso panorama que se revela
al final, sorprende y hace que valga la pena. También el proceso
sinodal parece a menudo un camino arduo, lo que a veces nos puede
desalentar. Pero lo que nos espera al final es sin duda algo
maravilloso y sorprendente, que nos ayudará a comprender mejor la
voluntad de Dios y nuestra misión al servicio de su Reino.
La experiencia de los discípulos en el monte Tabor se enriqueció aún
más cuando, junto a Jesús transfigurado, aparecieron Moisés y Elías,
que personifican respectivamente la Ley y los Profetas (cf. Mt 17,3).
La novedad de Cristo es el cumplimiento de la antigua Alianza y de las
promesas; es inseparable de la historia de Dios con su pueblo y revela
su sentido profundo. De manera similar, el camino sinodal está
arraigado en la tradición de la Iglesia y, al mismo tiempo, abierto a
la novedad. La tradición es fuente de inspiración para buscar nuevos
caminos, evitando las tentaciones opuestas del inmovilismo y de la
experimentación improvisada.
El camino ascético cuaresmal, al igual que el sinodal, tiene como meta
una transfiguración personal y eclesial. Una transformación que, en
ambos casos, halla su modelo en la de Jesús y se realiza mediante la
gracia de su misterio pascual. Para que esta transfiguración pueda
realizarse en nosotros este año, quisiera proponer dos “caminos” a
seguir para ascender junto a Jesús y llegar con Él a la meta.
El primero se refiere al imperativo que Dios Padre dirigió a los
discípulos en el Tabor, mientras contemplaban a Jesús transfigurado. La
voz que se oyó desde la nube dijo: «Escúchenlo» (Mt 17,5). Por tanto,
la primera indicación es muy clara: escuchar a Jesús. La Cuaresma es un
tiempo de gracia en la medida en que escuchamos a Aquel que nos habla.
¿Y cómo nos habla? Ante todo, en la Palabra de Dios, que la Iglesia nos
ofrece en la liturgia. No dejemos que caiga en saco roto. Si no podemos
participar siempre en la Misa, meditemos las lecturas bíblicas de cada
día, incluso con la ayuda de internet. Además de hablarnos en las
Escrituras, el Señor lo hace a través de nuestros hermanos y hermanas,
especialmente en los rostros y en las historias de quienes necesitan
ayuda. Pero quisiera añadir también otro aspecto, muy importante en el
proceso sinodal: el escuchar a Cristo pasa también por la escucha a
nuestros hermanos y hermanas en la Iglesia; esa escucha recíproca que
en algunas fases es el objetivo principal, y que, de todos modos,
siempre es indispensable en el método y en el estilo de una Iglesia
sinodal.
Al escuchar la voz del Padre, «los discípulos cayeron con el rostro en
tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les
dijo: “Levántense, no tengan miedo”. Cuando alzaron los ojos, no vieron
a nadie más que a Jesús solo» (Mt 17,6-8). He aquí la segunda
indicación para esta Cuaresma: no refugiarse en una religiosidad hecha
de acontecimientos extraordinarios, de experiencias sugestivas, por
miedo a afrontar la realidad con sus fatigas cotidianas, sus
dificultades y sus contradicciones. La luz que Jesús muestra a los
discípulos es un adelanto de la gloria pascual y hacia ella debemos ir,
siguiéndolo “a Él solo”. La Cuaresma está orientada a la Pascua. El
“retiro” no es un fin en sí mismo, sino que nos prepara para vivir la
pasión y la cruz con fe, esperanza y amor, para llegar a la
resurrección. De igual modo, el camino sinodal no debe hacernos creer
en la ilusión de que hemos llegado cuando Dios nos concede la gracia de
algunas experiencias fuertes de comunión. También allí el Señor nos
repite: «Levántense, no tengan miedo». Bajemos a la llanura y que la
gracia que hemos experimentado nos sostenga para ser artesanos de la
sinodalidad en la vida ordinaria de nuestras comunidades.
Queridos hermanos y hermanas, que el Espíritu Santo nos anime durante
esta Cuaresma en nuestra escalada con Jesús, para que experimentemos su
resplandor divino y así, fortalecidos en la fe, prosigamos juntos el
camino con Él, gloria de su pueblo y luz de las naciones.
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